El Sueño de Mi Madre se Convirtió en Pesadilla
Mi madre, Ela, siempre había sido una urbanita. El ruido, las luces, el constante movimiento – era en ese ambiente donde florecía. O eso creía. Un día, inesperadamente, vino a mi casa, sus ojos brillaban de emoción, y anunció que había comprado una casa en el campo. «Es hora de un cambio,» dijo, «Quiero despertarme con el sonido de los pájaros, no con el tráfico.» Mi esposo, Nicolás, y yo estábamos sorprendidos, pero felices por ella. Nos invitó a una fiesta de inauguración el próximo mes, y aceptamos la invitación con impaciencia, curiosos por su nueva vida.
La casa estaba en un pequeño pueblo, a kilómetros del pueblo más cercano. Era encantadora, con hiedra trepando por sus paredes de piedra y un jardín que parecía extenderse infinitamente. Ela estaba encantada, mostrándonos todo, ya planeando el trabajo en el jardín y las renovaciones que quería hacer. «Será perfecto,» repetía constantemente. Y le creíamos.
Pero con el paso de las semanas, el sueño comenzó a desmoronarse. Primero, el suministro de agua resultó no ser tan confiable como le habían prometido. Luego, el techo comenzó a gotear durante las primeras lluvias fuertes. Pero fue el aislamiento lo que rompió su espíritu. Los vecinos más cercanos vivían a kilómetros de distancia, y el sentido de comunidad que esperaba era inexistente. El silencio que una vez deseó ahora parecía abrumador, y las noches eran demasiado silenciosas para su comodidad.
Ela intentó mantenerse positiva, invirtiendo su energía en reparar la casa y crear el jardín que siempre había soñado. Pero los desafíos seguían multiplicándose. Los costos de las reparaciones aumentaban, consumiendo sus ahorros. El jardín, que parecía ser un proyecto manejable, se convirtió en un campo de batalla contra la naturaleza, con plagas y malezas atacando constantemente.
Nicolás y yo hicimos todo lo posible por ayudar, viniendo cada fin de semana con suministros y apoyo moral. Pero estaba claro que Ela estaba luchando. La mujer vivaz y enérgica que conocíamos estaba desapareciendo, reemplazada por alguien que parecía abrumado y derrotado.
Un día recibimos una llamada. Ela se había caído en el jardín, rompiéndose una pierna. Ese fue el golpe final. Sin nadie cerca que pudiera ayudar y con una movilidad seriamente limitada, no tuvo más opción que vender la casa y volver a la ciudad, a un pequeño apartamento cerca de nosotros.
El sueño de un tranquilo refugio rural se convirtió en una pesadilla. La casa se vendió con pérdida, y el espíritu de Ela estaba roto. Quería un nuevo comienzo, pero se encontró de vuelta al principio, solo que más vieja y con menos recursos. La experiencia la marcó, y aunque intentaba ocultarlo, veíamos la tristeza en sus ojos.
El campo, con su promesa de paz y simplicidad, la traicionó. Y nosotros, su familia, nos quedamos con la tarea de recoger los pedazos, preguntándonos si alguna vez encontraría la paz que tan desesperadamente buscaba.