Antes la niña de papá, ahora al borde del desahucio de nuestra casa familiar

Siempre me consideré la niña de los ojos de papá. Creciendo, era la que no podía hacer nada mal a los ojos de mi padre, Pablo. Pero sentada aquí y escribiendo esto, me doy cuenta de que esos días han pasado hace mucho. Ahora tengo 28 años, soy madre soltera de un enérgico niño de seis años, Miguel, y según mi padre, una carga no deseada en lo que alguna vez fue mi hogar de la infancia.

Nuestra situación de vivienda está lejos de ser ideal. Nuestra casa familiar, un modesto hogar de tres habitaciones, está repleta. No somos solo mi hijo y yo; mis padres y mi hermano menor, Eryk, que aún está atravesando sus años escolares, comparten este espacio reducido. Mi madre, Ana, intenta mantener la calma, pero es claro que las paredes se cierran sobre todos nosotros.

La tensión comenzó hace aproximadamente un año. Mi padre, una vez el hombre más comprensivo y paciente que conocía, comenzó a cambiar. Al principio fue sutil: un comentario aquí, un suspiro allá. Pero pronto se volvió imposible de ignorar. Comenzó a quejarse del ruido, el desorden y cómo mi hijo y yo perturbábamos su rutina. «Estás invadiendo mi espacio personal», decía, su voz fría y distante.

Intenté mejorar la situación. Cambié nuestros horarios, traté de mantener a Miguel lo más tranquilo posible y asumí tareas de limpieza adicionales en la casa. Pero nada parecía funcionar. Cuanto más lo intentaba, más se retraía mi padre. Nuestras conversaciones, una vez llenas de risas y calidez, se volvieron tensas y escasas.

Luego vino el ultimátum. Justo la semana pasada, mi padre se sentó conmigo y dijo que era hora de que Miguel y yo nos fuéramos. «Necesito recuperar mi espacio», dijo, sin mirarme a los ojos. Estaba conmocionada. Este era el hombre que me enseñó a montar en bicicleta, que me sostuvo cuando lloré por mi primer corazón roto. Y ahora me decía que no había lugar para mí en su vida.

Desde entonces, he estado buscando frenéticamente un lugar que podamos permitirnos con mi ingreso limitado. La realidad de la situación es dura y despiadada. Pronto me convertiré en otra estadística: una madre soltera, sin hogar, porque su propio padre no pudo soportar compartir su casa con ella.

No escribo esto para buscar compasión. No quiero lástima. Simplemente necesitaba contar mi historia, desahogar parte del dolor y la traición que me consumen. Antes era la niña de papá. Ahora soy simplemente alguien a quien quiere olvidar.

Esta no es el final de mi historia, pero es un capítulo amargo que nunca esperé escribir. Y mientras empaco nuestras vidas en cajas, no puedo dejar de preguntarme si las cosas podrían haber sido diferentes si solo tuviéramos un poco más de espacio, tanto física como emocionalmente.