La relación de Alejandra con su madre siempre fue complicada. Isabel, una mujer de fuertes convicciones y aún más fuerte voluntad, dejaba claro que creía en el amor estricto. A menudo recordaba a Alejandra y a su hermano, Juan, que no tenían derecho a nada solo porque eran sus hijos. Esta filosofía se extendía a todos los aspectos de la vida de Alejandra, incluido cuando se convirtió en madre de Mateo, su enérgico hijo de cuatro años

En el corazón de un pequeño pueblo en España, Alejandra, una especialista en marketing de treinta y cuatro años, enfrentaba las complejidades de la vida adulta. Siempre había sido independiente, una característica inculcada por su madre, Isabel. Desde una edad temprana, a Alejandra se le enseñó que nada en la vida es gratis y que debería trabajar duro por todo lo que desea. Esta lección la impulsó a logros destacados en su carrera y, finalmente, a obtener una hipoteca para una modesta casa de dos dormitorios, un logro que obtuvo completamente por sí misma.

A pesar de los desafíos de ser una madre soltera, Alejandra no le pedía demasiado a su madre. Sin embargo, cuando su horario de trabajo se volvía cada vez más exigente, recurrió a Isabel, esperando apoyo con Mateo. Para decepción de Alejandra, la respuesta de Isabel fue una negativa rotunda. Afirmó que sus días de crianza de niños habían terminado y que Alejandra debía encontrar una solución por sí misma, como ella lo había hecho.

Sintiéndose rechazada pero no derrotada, Alejandra logró equilibrar sus responsabilidades gracias a una combinación de guardería, horarios de trabajo flexibles y pura determinación. Justo cuando pensaba que tenía todo bajo control, Isabel la sorprendió, presentándole un nuevo desafío.

El esposo de Isabel, Julián, el padrastro de Alejandra, fue diagnosticado con una enfermedad progresiva que requería atención constante. Sin consultar a Alejandra, Isabel decidió que la casa de Alejandra sería el mejor lugar para que Julián viviera y recibiera la atención necesaria. Argumentó que la casa de Alejandra era más accesible y que, como familia, era el deber de Alejandra involucrarse.

La demanda, o más bien, el requisito, tomó por sorpresa a Alejandra. Su relación con Julián siempre había sido, como mínimo, distante, y la idea de asumir tal responsabilidad monumental, además de todo lo demás, era abrumadora. A pesar de los intentos de negociación con su madre, Isabel permaneció inflexible, presentando la renuencia de Alejandra como egoísta e ingrata.

Encontrándose entre la culpa y la frustración, Alejandra se encontró en una encrucijada. La perspectiva de cuidar a Julián, además de su hijo y su trabajo, parecía imposible. Sin embargo, la presión de Isabel y la creencia profundamente arraigada de que la familia siempre debe ser lo primero pesaban mucho.

A medida que los días se convertían en semanas, la vida de Alejandra se convirtió en un acto de malabarismo entre su trabajo, las necesidades de Mateo y el cuidado de Julián. La tensión comenzó a manifestarse, no solo en el estado físico y emocional de Alejandra, sino también en su relación con Mateo, quien no podía entender por qué su mamá siempre estaba tan cansada y estresada.

Finalmente, la historia de Alejandra es un doloroso recordatorio de las complejidades de la dinámica familiar y las expectativas a menudo irracionales impuestas por aquellos a quienes amamos. A pesar de sus mejores esfuerzos, la situación no tuvo un final feliz. Alejandra se quedó navegando por las aguas turbulentas de las obligaciones familiares y los límites personales, un viaje que muchos emprenden, sin una solución clara en el horizonte.