«Abuelo, ¿por qué no quieres que tengamos una vida mejor?» preguntó Candela

«Abuelo, ¿por qué no quieres que tengamos una vida mejor?» preguntó Candela

Hace dos meses, Luis era un hombre asediado por el constante sonar de su teléfono. Su hija Eva, su marido Gregorio y su pequeña hija Candela estaban al otro lado de esas llamadas frecuentes. Estaban llenas de solicitudes, súplicas y, a veces, simplemente la necesidad de hablar. Pero a medida que pasaban las semanas, la naturaleza de estas conversaciones pasaba factura a Luis.

Luis, un trabajador jubilado de fábrica, vivía en una casa modesta y envejecida en un tranquilo suburbio de Madrid. Su pensión era suficiente para subsistir, pero no para cumplir los sueños de su hija y su familia que vivían en un apartamento apretado en una parte bulliciosa de la ciudad. Eva y Gregorio habían estado luchando con sus finanzas desde que Gregorio perdió su trabajo en el taller local de autos. La pandemia había golpeado duro a su familia, y la recuperación parecía un sueño lejano.

Una fría tarde de noviembre, mientras Luis observaba caer las hojas de los árboles en su patio trasero, sonó su teléfono. Era Candela. Su voz, normalmente tan llena de exuberancia juvenil, sonaba inusualmente sombría.

«Abuelo, ¿por qué no quieres que tengamos una vida mejor?» preguntó ella.

Luis se sorprendió. «¿Qué quieres decir, cariño?»

«Bueno, mamá y papá dijeron que podríamos vivir en una casa más grande y yo podría tener mi propia habitación si tú nos ayudaras. Pero ellos dijeron que no quieres,» respondió Candela, su voz teñida con una mezcla de confusión y tristeza.

Luis sintió un dolor en el corazón. De hecho, había rechazado ser aval de un préstamo para Eva y Gregorio. Su crédito era bueno, pero a su edad, temía la carga de una deuda que no era suya. Intentó explicarle esto a Candela.

«Candela, no es que no quiera que tengas una vida mejor. Es solo que el abuelo es mayor y tengo que ser cuidadoso con mi dinero. No puedo asumir un préstamo grande.»

«¿Pero no podríamos ayudarnos mutuamente, abuelo? ¡Podríamos ser un equipo!» insistió Candela, su voz llena de esperanza.

Luis suspiró, sintiendo el peso de sus palabras. «Desearía que fuera tan simple, cariño. Pero los adultos tenemos que pensar en muchas cosas, como asegurarnos de que aún podamos pagar la comida y la medicina a medida que envejecemos.»

Candela guardó silencio por un momento. «Supongo que entiendo, abuelo. Solo desearía que las cosas fueran diferentes.»

La llamada terminó poco después, pero Luis no podía sacudirse la pesadez en su corazón. Sabía que su decisión era práctica, pero le dolía pensar que su nieta creía que no le importaba su bienestar.

Las semanas pasaron y las llamadas de Eva y Gregorio se hicieron menos frecuentes. Habían logrado encontrar un préstamo más pequeño que cubría solo lo necesario, no la casa de ensueño que Candela quería. La tensión en sus voces era evidente cada vez que hablaban. Estaban gestionando, sobreviviendo, pero no prosperando.

A medida que llegaba el invierno, Luis se sentaba junto a su ventana, observando cómo la nieve cubría todo de blanco. El mundo exterior parecía tranquilo y pacífico, un contraste marcado con la agitación que sentía por dentro. Se preguntaba si había tomado la decisión correcta, si había alguna manera de haber ayudado sin comprometer su propia seguridad.

La última llamada que recibió ese año fue de Gregorio, agradeciéndole por enviar algo de dinero extra para Navidad. Era todo lo que Luis podía ahorrar. La gratitud en la voz de Gregorio era genuina, pero llevaba un tono de resignación.

Luis supo entonces que algunas heridas, incluso aquellas no vistas, tardan mucho en sanar. Y mientras miraba las luces festivas parpadeando en el jardín del vecino, no pudo evitar sentir una profunda sensación de pérdida, no solo por lo que era, sino por lo que podría haber sido.