«Mi hermana descubrió que me mudé al campo. Me envió a su hija. Lamenté haber aceptado»
Cuando decidí dejar la bulliciosa ciudad de Madrid por una vida más tranquila en la rural Galicia, pensé que me estaba preparando para una existencia pacífica. Las colinas ondulantes, la tierra espaciosa y la promesa de un ritmo más lento eran atractivos. Compré una pequeña granja en las afueras de un diminuto pueblo, y durante los primeros meses, me deleité en la tranquilidad.
Mi hermana, Clara, que aún vivía en nuestra ajetreada ciudad natal con su hija Marta, estaba tanto envidiosa como preocupada por mi drástico cambio de estilo de vida. Clara siempre había sido la más cautelosa, y la idea de que yo, su hermano menor Juan, viviera solo en un lugar tan aislado la preocupaba. A pesar de mis aseguranzas de que estaba feliz, ella no podía deshacerse de sus preocupaciones.
Un día, de repente, Clara me llamó con una solicitud — o más bien, un favor. Su hija, Marta, estaba atravesando una fase rebelde. A los 16 años, se estaba volviendo más de lo que Clara podía manejar en la ciudad. Sus calificaciones estaban bajando, y había empezado a juntarse con malas compañías. Clara, desesperada y esperando un cambio, preguntó si Marta podría venir a quedarse conmigo por un tiempo. Pensó que el campo podría hacerle bien, un lugar para reiniciar sus perspectivas.
A regañadientes, acepté. Quería mucho a Marta, y si podía ayudar de alguna manera, sentía que era mi responsabilidad intentarlo. Una semana después, Marta llegó, su rostro sombrío, sus maletas cargadas con más que ropa — el peso de su vida actual era palpable.
Los primeros días fueron duros. Marta estaba claramente infeliz y extrañaba el constante bullicio de la ciudad. Despreciaba el internet lento, la ausencia de sus amigos y las noches tranquilas. Intenté involucrarla en mis actividades diarias como la jardinería y el senderismo, pero mostró poco interés.
Conforme las semanas se convirtieron en un mes, noté un ligero cambio en ella. Marta comenzó a pasar tiempo leyendo bajo el viejo roble y ocasionalmente me ayudaba en el huerto. Parecía que el campo finalmente comenzaba a obrar su magia.
Sin embargo, la paz fue efímera. Una tarde, mientras preparaba la cena, Marta recibió una llamada de uno de sus amigos de la ciudad. Lo que se dijo en esa llamada, removió algo en ella. Esa noche, empacó sus maletas y declaró que regresaba a Madrid. Ninguna cantidad de persuasión pudo cambiar su decisión.
Sintiéndome derrotado, la llevé a la estación de autobuses más cercana a la mañana siguiente. El viaje fue silencioso, el aire cargado de palabras no dichas. Al subir al autobús, me dio un rápido abrazo — se sintió como una despedida a más que solo al campo.
Semanas después de que se fue, Clara llamó para informarme que Marta no había regresado a casa. Había desaparecido en la ciudad, su paradero desconocido. La culpa pesaba mucho sobre mí. No había logrado proporcionar el santuario que mi hermana había esperado.
El campo, con toda su serena belleza, no era una cura para los problemas de todos. A veces, era solo un lugar tranquilo para darse cuenta de que algunos problemas son demasiado profundos, demasiado resistentes a los encantos de la vida pastoral.