«¿Problemas con tu hija? Envíala con su padre. Si te niegas, cúlpate a ti misma. No te ayudaré a limpiar este desastre», declara la madre

Elena siempre se había enorgullecido de ser una mujer fuerte e independiente. A los 36 años, tenía una carrera exitosa, un hogar acogedor en un suburbio de Madrid y una vida social vibrante. Pero su papel más desafiante era el de madre soltera de su hija de 10 años, Marta.

Marta era una niña llena de energía y curiosidad. Pero al acercarse a la adolescencia, su comportamiento comenzó a cambiar. Se volvió desafiante, sus calificaciones bajaron y empezó a tener problemas en la escuela. Elena lo intentó todo: terapia, tutorías, incluso cambiar de colegio, pero nada parecía funcionar.

Vicente, el exmarido de Elena y padre de Marta, siempre había sido una figura periférica en la vida de Marta. Un hombre militar, disciplinado y firme, y en las raras ocasiones que pasaba tiempo con Marta, ella parecía transformarse en una niña bien comportada y respetuosa. Amigos y familiares comenzaron a sugerir que tal vez Marta necesitaba una presencia masculina más fuerte de manera más regular. Tal vez necesitaba a su padre.

Una tarde, tomando café, la madre de Elena, Ariadna, no se anduvo con rodeos. «Elena, estás teniendo dificultades y está claro que Marta necesita un ambiente diferente. ¿Por qué no dejar que se quede con Vicente un tiempo? Él tiene la disciplina y estructura que ella necesita».

Elena se rehusó a la sugerencia. «Mamá, no puedo simplemente enviarla lejos. Es mi hija y necesito resolver esto».

Ariadna suspiró, su voz una mezcla de frustración y preocupación. «Si te niegas a hacer lo que es mejor para ella, entonces tendrás que culparte a ti misma. Os quiero a ambas, pero no te ayudaré a limpiar este desastre si no estás dispuesta a tomar decisiones difíciles».

La conversación dejó a Elena angustiada. Se sentía como un fracaso como madre. Esa noche, mientras arropaba a Marta dormida en la cama, la vista de su rostro inocente la llenó de resolución. No se rendiría. Lucharía más fuerte.

Pasaron los meses, y la determinación de Elena solo llevó a más frustración. Las reuniones escolares se volvieron más frecuentes y el comportamiento de Marta más errático. La relación entre Elena y su hija se tensó hasta llegar a un punto de ruptura. Exhausta y desesperada, Elena finalmente llamó a Vicente.

Vicente aceptó llevarse a Marta durante el verano, sugiriendo que un cambio de escenario y su estilo de vida disciplinado podrían hacerle bien. Elena, aunque con el corazón roto, esperaba un milagro.

El verano pasó y Marta regresó a casa. Inicialmente, parecía mejorada, más compuesta y cooperativa. Pero a medida que las semanas se convertían en meses, los viejos patrones resurgieron. La desobediencia, las malas calificaciones, las llamadas de la escuela, todo volvió, como si nunca se hubieran ido.

Elena estaba al límite. Había probado ambos caminos: mantener a su hija cerca y enviarla lejos, y ninguno había funcionado. La realización de que quizás nunca encontraría una solución pesaba mucho sobre ella. Se sentía aislada, las palabras de su madre resonando en su mente, culpándose a sí misma por su incapacidad para cambiar las cosas.

Mientras las hojas de otoño comenzaban a caer, Elena se sentó junto a su ventana, observando a Marta jugar afuera, su risa un bálsamo temporal para una agitación continua. Elena sabía que el camino por delante sería largo y lleno de desafíos. La esperanza de una solución fácil se había desvanecido, reemplazada por la cruda realidad de su situación.