«Cuando Mi Hermano Empezó a Trabajar, Prometió Comprarnos una Casa. Esas Promesas Resultaron Ser Inútiles»

Nunca pensé que sería del tipo que cree en supersticiones o cuentos de viejas. Al crecer, mi familia siempre se enorgulleció de ser práctica y con los pies en la tierra. No le dábamos mucha importancia a cosas como el destino o la suerte. Pero últimamente, me he encontrado cuestionando todo lo que una vez consideré cierto.

Mi hermano Jaime siempre fue el niño dorado. Era inteligente, encantador y tenía una manera de hacer que todos a su alrededor se sintieran especiales. Cuando consiguió un trabajo bien remunerado justo al salir de la universidad, todos pensamos que nuestras vidas estaban a punto de cambiar para mejor. Jaime nos prometió que nos compraría una casa, un lugar donde todos pudiéramos vivir cómodamente y finalmente escapar del pequeño apartamento que habíamos llamado hogar durante tanto tiempo.

Al principio, parecía que Jaime estaba en camino de cumplir su promesa. Trabajaba largas horas y ascendía rápidamente en la empresa. Cada vez que venía a casa de visita, hablaba sobre la casa que nos iba a comprar. Incluso nos mostraba fotos de posibles propiedades y discutía planes de renovación. Todos estábamos muy emocionados, especialmente nuestra hermana menor, Victoria, que siempre había soñado con tener su propia habitación.

Pero con el tiempo, las cosas empezaron a cambiar. Jaime se volvió más distante, tanto física como emocionalmente. Dejó de venir a casa tan a menudo, y cuando lo hacía, parecía preocupado y estresado. Evitaba nuestras preguntas sobre la casa, diciendo que todavía estaba trabajando en ello y que necesitábamos ser pacientes.

Intenté darle el beneficio de la duda. Después de todo, comprar una casa es un gran compromiso, y sabía que estaba bajo mucha presión en el trabajo. Pero a medida que los meses se convirtieron en años, quedó claro que algo andaba mal. Jaime empezó a poner excusas para no venir a casa en vacaciones o reuniones familiares. Afirmaba que estaba demasiado ocupado o que tenía reuniones importantes a las que asistir.

Un día, decidí confrontarlo. Lo llamé y le pregunté directamente qué estaba pasando. Dudó por un momento antes de admitir que se había metido en problemas financieros. Había hecho algunas malas inversiones y ahora estaba endeudado. La casa que nos había prometido ya no era una posibilidad.

Estaba devastado. Todos esos años de soñar y planear no habían servido para nada. Me sentí traicionado y enfadado, no solo con Jaime, sino conmigo mismo por creer en sus promesas. Siempre me había enorgullecido de ser práctico y realista, pero me había dejado llevar por una fantasía.

Victoria fue la que más sufrió la noticia. Siempre había admirado a Jaime y había creído en él más que nadie. Cuando se enteró de que la casa nunca iba a suceder, se quedó destrozada. Dejó de hablar con Jaime y se encerró en sí misma. Era como si una luz se hubiera apagado en ella.

En cuanto a Jaime, intentó enmendarse, pero ya era demasiado tarde. El daño estaba hecho y nuestra familia nunca volvió a ser la misma. Seguimos viviendo en nuestro pequeño apartamento, pero ahora se sentía aún más pequeño, sofocante bajo el peso de promesas rotas y sueños destrozados.

Sigo sin creer en supersticiones o el destino, pero sí creo en el poder de las palabras y el impacto que pueden tener. Las promesas de Jaime nos habían dado esperanza, pero cuando esas promesas resultaron ser inútiles, dejaron un vacío que nunca se pudo llenar. Es una lección que no olvidaré pronto.