«La abuela te dejó la casa, ahora te toca cuidar de ella»: dice mamá

Era una fría tarde de otoño cuando Carolina recibió la llamada de su madre, Victoria. El tono de voz de su madre era una mezcla de cansancio y determinación. «Carolina, necesitamos hablar sobre la abuela Alicia», dijo, sus palabras cargadas de preocupación.

Carolina sintió un nudo en el estómago. Sabía que esta conversación era inevitable. La abuela Alicia, una vez vibrante e independiente, había estado luchando con su salud últimamente. Su memoria estaba desvaneciéndose y sus movimientos eran más lentos, más deliberados.

«Mamá, ¿qué pasa? ¿Está bien la abuela?» preguntó Carolina, intentando mantener la voz firme.

«No está bien, cariño. El Dr. Hernando me llamó esta mañana. Está preocupado por ella viviendo sola. Se está volviendo peligroso», explicó Victoria, con la voz entrecortada.

La mente de Carolina corría. La casa de la abuela Alicia era una estructura antigua y pintoresca ubicada en los suburbios de Valencia. Era la casa donde Carolina había pasado innumerables veranos, horneando galletas y escuchando historias de la juventud de su abuela. La idea de su abuela en apuros era dolorosa.

«¿Qué vamos a hacer?» preguntó Carolina, su voz un susurro.

«Eso es justo lo que te quería decir», Victoria hizo una pausa, tomando una respiración profunda. «La casa… la abuela te la dejó en su testamento. Quería que fuera tuya. Y ahora, creo que es momento de que te hagas cargo de su cuidado.»

Carolina guardó silencio. La responsabilidad se sentía inmensa. Vivía en Madrid, a unas cinco horas en coche de Valencia. Su trabajo en la empresa de marketing era exigente, y su vida estaba allí. Pero la casa y el bienestar de su abuela ahora eran su responsabilidad.

«Entiendo, mamá. Veré qué puedo hacer. Quizás podamos contratar a una enfermera o encontrar un buen centro de cuidados», sugirió Carolina, esperando algo de apoyo.

Victoria suspiró, «Carolina, ya hemos hablado de esto. La abuela dejó claro que quería quedarse en su casa. Y ahora que la casa es legalmente tuya, realmente creo que necesitas estar allí para ella.»

El peso de las expectativas de su madre y la culpa por el deterioro de la salud de su abuela eran abrumadores. Tras una noche sin dormir, Carolina tomó su decisión. Se mudaría de vuelta a Valencia y cuidaría de la abuela Alicia ella misma. Sentía que era lo correcto, lo único que podía hacer.

La transición fue difícil. Carolina luchaba por equilibrar el trabajo remoto con el cuidado de su abuela. Los días eran largos, llenos de citas médicas, gestión de medicamentos y preocupación constante. Los momentos de lucidez de la abuela Alicia eran cada vez menos frecuentes, y ver su declive era desgarrador.

Pasaron los meses, y la carga creció. Carolina se sentía aislada, su vida social inexistente. Su trabajo sufría, y su relación con su novio, Roberto, se volvía tensa. Él quería que ella volviera a Madrid, pero ella no podía dejar a su abuela.

Una tarde, mientras Carolina estaba sentada al lado de la cama de su abuela, sosteniendo su frágil mano, la abuela Alicia la miró a los ojos y susurró: «Gracias, querida». Esas palabras, llenas de amor y tristeza, quebraron a Carolina. Las lágrimas corrían por su rostro mientras se daba cuenta de que esta era su vida ahora. No había vuelta atrás.

La abuela Alicia falleció tranquilamente una noche de invierno. Carolina estaba a su lado, exhausta y sola. La casa, que una vez fue un símbolo de calor y familia, se sentía fría y vacía. Carolina había cumplido su promesa, pero a qué costo? Su carrera estaba en pausa, su relación había terminado, y su espíritu estaba roto. Tenía la casa, pero había perdido mucho más.